lunes, septiembre 17, 2012

El renacer de un niño y la voz del río


Siddharta, la novela de Herman Hesse
Siddhartha, la novela de Herman Hesse

Largo tiempo siguió meditando sobre su transformación, escuchando el alegre cantar del pajarito. ¿No había muerto en su interior esta avecilla? ¿No había él mismo sentido su muerte? No, otra cosa había muerto en él, algo que anhelaba morir hacía tiempo. ¿No era aquello que él quiso matar durante los fervientes años de su penitencia? ¿No era acaso su propio Yo, su pequeño, inquieto y orgulloso Yo, con el que tantos años había luchado y al que siempre había sucumbido, ese Yo que resurgía después de cada muerte a impedirle la alegría e infundirle el miedo? ¿No era eso lo que por fin había muerto aquel día, ahí en el bosque, junto a ese ameno río? ¿Y no era gracias a esa muerte que él, ahora, se sentía otra vez niño, lleno de confianza y alegría, libre ya de todo miedo?

Intuyó Siddhartha entonces por qué como brahmán y como penitente había combatido en vano contra ese Yo. ¡El exceso de conocimientos, de versos sagrados, de normas rituales, mortificación, celo y aspiraciones lo había inmovilizado! Dominado por su orgullo, había sido siempre el más empeñoso, el hombre situado siempre a un paso por delante de todos los otros, siempre el hombre espiritual y sabio, siempre el sacerdote o el gran erudito. Y en ese sacerdocio, en ese orgullo, en esa espiritualidad se había escondido su Yo, en ellos se hallaba instalado y seguía creciendo, mientras Siddhartha creía poder matarlo con ayunos y penitencias. Mas ahora se daba cuenta, ahora veía que la voz misteriosa había tenido razón, que ningún maestro podría haberlo liberado nunca. De ahí que se viera obligado a ir por el mundo, a perderse en el placer y en el poder, en las mujeres y en el oro, a convertirse en mercader, en jugador de dados, en un hombre bebedor y codicioso, hasta que el sacerdote y el samana murieran en su interior. Por eso había tenido que soportar esos terribles años, soportar el hastío, la vacuidad y el absurdo de una vida monótona y perdida, soportarlo hasta el final, hasta la más amarga de las desesperaciones, hasta que el Siddhartha libertino y codicioso pudiera también morirse. Y de hecho había muerto: un nuevo Siddhartha había emergido del sueño. El también envejecería, también tendría que morir un día; efímero era Siddhartha, tan efímero como cualquier forma sensible. Pero ahora se sentía joven, era un niño: el nuevo Siddhartha, y se hallaba rebosante de alegría.

Estos pensamientos ocupaban su espíritu mientras escuchaba, sonriendo, los gruñidos de su estómago y el zumbido de una abeja. Sereno, contempló fluir el agua del río; nunca un agua le había gustado tanto como aquélla, nunca había percibido con tal fuerza y nitidez la voz y el sentido alegórico del agua que fluye. Le pareció que el río tenía algo muy especial que decirle, algo que él ignoraba todavía y lo estaba esperando. Siddhartha había querido ahogarse en ese río; en él se había ahogado ahora el Siddhartha viejo, cansado y desesperado. Pero el nuevo Siddhartha sintió un profundo amor por esas aguas huidizas, y en su interior decidió no abandonarlas muy pronto.

Extracto del Siddhartha de Herman Hesse

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